01 Mar El romano imperialista
El romano imperialista
Miguel del Rincón
«Los romanos nos invadieron; a pesar de que luchamos como siempre luchamos nosotros, consiguieron imponerse. Pero luego nosotros invadimos a los romanos por el otro lado, impusimos a Constantino el Edicto, y gracias a eso corregimos la invasión romana».
El joven aprovechó que la excelente guía local se había ausentado unos minutos y nos endilgó la doctrina. La guía llevaba todo en esa instalación: la taquilla, la entrada, atender al teléfono, y encima guiar a los visitantes. Para eso había hecho un doctorado en Historia Antigua. Estábamos en la villa romana conocida como La Tejada, en las cercanías de Quintanilla de la Cueza, en la provincia de Palencia. Una magnífica instalación hecha con apenas dos duros, con pasarelas para los visitantes por encima de las habitaciones amosaicadas, un salón de entrada con vitrinas muy bien acomodadas con los enseres domésticos encontrados en el lugar, y varios folletos redactados por la misma guía sobre aspectos particulares de la romanización de la península y, en este caso, también de la desromanización.
Había hablado ese espontáneo que siempre hay en un grupo de seis o siete de visita en un lugar arqueológico o histórico. Siempre hay uno, e incluso otro más que lo discute. Y en nuestra sociedad de la queja ya tan veterana y asentada, se ha hecho inevitable el discurso de reivindicación de lo que sea, de comprensión del saqueador, de asunción de la cualidad de agredido. Parecería que sólo se puede ser agresor o agredido, ¿verdad? O eres de los invadidos y desposeídos, o eres de los invasores y ladrones; pero es que el que se reclama de los invasores y dice, por ejemplo: «Vaya paliza que os dimos a los iberos, ¿eh? Pues a joderse, macho», no hace falta que le analicemos nada ni que reflexionemos demasiado para llegar a la conclusión de que es un imbécil. ¿El otro no lo es?
La guía, en esa fría mañana de septiembre en La Tejada, se había desatornillado las meninges más allá de cualquier posible remuneración para explicar punto por punto y minucia por minucia el modo de vida de los propietarios de grandes villas de la meseta en ese complicado siglo III, su trabajo y sus tareas comerciales con redes inverosímiles para los medios con los que contaban, y el follón de los bagaudas, repetido y repetido, que estaba ya causando el fin de todo ese imperio tardío sin que ellos mismos lo supieran. Nos había hecho casi revivir la vida de esa villa, muy bien cubierta y protegida de aquellas intemperies casi finlandesas 10 meses al año, y aprendimos a cocinar y a recibir visitas y a hacer negocios con modales bajoimperiales. Por lo visto la mujer está a sueldo de la Junta de Castilla y León, y desde aquí proponemos para ella que se lo dupliquen.
Pero siempre hay un espontáneo que va a estas cosas para lucirse ante su novia/o (o espontánea para lucirse ante su novio/a, claro), y lo hace corrigiendo al guía sobre la marcha, o superponiendo sus palabras a las del profesional o, como en este caso, esperando a una ausencia breve para rectificar o quizá cree que complementar o a veces siente que rematar lo dicho hasta el momento por el que sabe.
Me parece que no he encontrado nunca uno que de verdad supiera de qué hablaba que lo hiciera en esas situaciones y condiciones. Cuando algún compañero de viaje ha estado de verdad informado y ha disfrutado con estas visitas aun sabiendo ya, lo ha comentado más tarde, en la mesa de la comida y en voz discreta, y en conversación recíproca (como debería significar, pero no suele significar esa palabra), y con disfrute y cariño tanto hacia el tema que se está tratando como hacia el guía que, a menudo con gran acierto y sobrehumana dedicación, nos ha llevado de la mano. Pero los que vocean al grupo en conjunto en el mismo lugar de autos sin ser los profesionales, pues no he conocido uno que no dijera bobadas, simplezas o, lo más frecuente, errores.
Tanto en estos viajes al lugar mismo de la historia como en mil y una declaraciones que todos se prestan a hacer a cualquier documentalista o cámara o móvil del calibre que sea, una de las cosas que por supuesto no falta es la de la victimización. Incluso aunque sea tan idiota como esa: ¿a qué nosotros nos invadieron los romanos? ¿Quién puede levantar la mano por aquí asegurando que en sus genes no hay nada de latino, o de judío, o de germano?
Evidentemente, en esa noción de que «nos invadieron» estos o aquellos, que además son nuestros ancestros, hay simple esquematismo cultural, muy primario y muy pueril: muy de la sociedad de la queja. ¿Cómo ha conseguido, entonces, erigirse en punto de vista muy generalizado entre los grupos menos cultos? Ahora recordaremos, abochornados, aquella canción, creo que una especie de Credo, que cantaban muchos sobre todo sudamericanos, que incluía un verso con la expresión rabiosa un tanto al estilo Thunberg «el romano imperialista»: a lo mejor cosas así como esta canción son más eficaces de lo que solemos pensar. Si acostumbras a la gente a decir «el romano imperialista», de ahí a decir que nosotros, españoles, fuimos víctimas de ese imperialismo hay un pequeño paso. Y no importa que esos romanos seamos hoy nosotros.
Recuerda demasiado a las tonterías criollas americanas, criollas en el mejor de los casos, sobre los «españoles» de hoy que deben no sé qué pago a los oprimidos americanos de ayer: serán los criollos los que se lo deben, suponemos. Mis abuelos agricultores de Borja jamás salieron de ahí ni oprimieron a nadie, claro. Pero eso no hay ni que mencionarlo.
Resulta que luego, «le dimos la vuelta y conseguimos que Constantino sacara el Edicto»: oiga, joven, usted ¿de qué va? A lo mejor estamos cumpliendo con un programa de visitas a villas y ciudades romanas con la intención de sistematizar el conocimiento de que hay vida fuera de la Iglesia, y además de fuera, posterior. El papel de la Iglesia en la construcción de Europa y en su supervivencia ya lo conocemos, pero a lo mejor hay que detenerse a pensar en dos cosas: primera, puede que ya haya cumplido, porque hay signos de que en lo político desde hace tiempo más bien incordia que ayuda; segunda, quién se cree usted que es para afirmar eso de que usted participó de imponerle a Constantino nada. Tres o cuatro de esta excursión que permanecen educadamente calladitos podrían darle a usted cien vueltas contándole cómo y por qué Constantino se decidió por el famoso Edicto. No fue ganar/perder, como casi nada de la vida y de la historia.
Pero quizá cuesta más salir del esquema pueril, rutinario, del ganar/perder y del víctima/opresor. Hay demasiada divulgación de lo que no debería quizá haberla. Esa divulgación se detecta porque nunca contesta las preguntas interesantes, y se limita a las interesadas: si hay un «nos» invadido por los romanos, ¿qué era ese «nos»? ¿Iberos? ¿Celtas? Pero también entre estos hubo lo suyo; ¿»nos» invadieron los celtas? ¿O los iberos se opusieron a que «nos» instaláramos? ¿De verdad hubo celtas e iberos tan separaditos? ¿Y luego los suevos, los vándalos, los alanos, y más tarde los visigodos? ¿Quiénes eran «nosotros» y quiénes «ellos»?
No se puede ser más rutinario.