¿España? y ¿América?

¿España? y ¿América?

Miguel del Rincón

Cómo se dice ahora: ¿»Soy yo, o…» esto de España y América ha llegado ya a la categoría histórica de coñazo, o de lugar común, o de ristra de tópicos tediosos, de rutina? A propósito de ciertos encuentros que he tenido ocasión de celebrar con gentes diversas de diferentes países americanos, tuve ocasión de plantear el asunto a unas cuantas personas, algunas de buen nivel de conocimientos, otras más elementales pero despiertas en todo caso, otras más muy preocupadas políticamente y otras con cierta capacidad, o poder, o presencia en medios de comunicación. De México a Argentina, sólo se conocían en grupos de dos o tres, y desde luego no conocían a las de otros países con las que yo había hablado o hablaría poco después. Y la uniformidad en las respuestas acabó abrumándome: en privado todos reconocían que no podían reconocer en público que ninguno se creía ya ninguna historia de las oficiales de deudas de la actual España con no se sabe exactamente quién de América, de las cuentas pendientes, de las exigencias de petición de perdón a «la monarquía y el pueblo españoles» (y expresiones parecidas), ni que sus vicisitudes y dificultades actuales, y menos las de sus grupos indígenas, tuvieran que ver nada con cualquier cosa que significara la expresión «la España actual».

Algo impresionado por el énfasis y la intensidad que había oído y visto, procedí a hacer algo parecido con conocidos peninsulares, con las debidas alteraciones de programa a causa de mi más extenso conocimiento de personas de aquí, por así decirlo, y permitiéndome unos plazos de tiempo mayores para la recogida de conversaciones, o sea de datos. Y mi sorpresa no es que fuera mayúscula, porque al fin y al cabo vivo aquí y me precio de conocer bastante mi país, pero si significara algo diría que experimenté una sorpresa minúscula, que ya es alguna: mucho, mucho más extendido de lo que yo me imaginaba había anidado el pájaro de la contrición gaseosa. Prácticamente sin diferencia entre extracciones socioculturales y opiniones políticas, salvo unas interesantes excepciones extremosas, la idea que quizá haya que considerar hegemónica al respecto, entre peninsulares, es que hay que reparar en América lo que hicimos (cuidado con esa primera persona), e incluso algunos afirmaban que seguimos haciendo. Ninguno se refería a los destrozos que los experimentos de graciosillos universitarios españoles han conseguido en lugares como Venezuela, a propósito, por si hace falta aclararlo. Curiosamente, tratándose del que esto escribe, coincidí en mi respuesta con un comentario de un exministro con el que no he solido coincidir mucho: «Exijamos entonces a los franceses que nos pidan perdón por los destrozos que nos causó Napoléon» (aclararé que es irónico; yo añadía, inevitablemente, a los Habsburgo y a otros): la propuesta, algo humorística pero no del todo humorística, era inmediatamente rechazada.

Un contenido que discurre por la orilla de todo esto, alimentándolo de modo no muy calculable, es precisamente que los americanos conocían realidades históricas como la determinante invasión napoleónica de la Península a efectos de las independencias americanas (en España sólo los mejor estudiados de licenciatura de Historia lo conocen; hay que joderse con los bachilleratos de los últimos cuarenta años); o la realidad de la preservación de las lenguas indígenas en los territorios hispanoamericanos, a diferencia de lo sucedido en los territorios angloamericanos: y esto los españoles de hoy lo desconocen por completo o incluso afirman con rotundidad lo contrario, por no hablar del primer diccionario conocido, el náhuatl-castellano, con su gramática adjunta. Y mil y otras materias de conocimiento histórico, muy equilibradamente conocidas y manejadas por los americanos (salvo los políticos, pero estos son despreciables en esta reflexión), en la misma medida y exactamente al contrario que los españoles.

Se diría que como compensación por las idioteces pomposas y eclesiásticas que durante décadas y décadas se derramaron (incluso por muchos americanos: recordemos a Balaguer) acerca de la «grandiosidad» y la «santidad» de la conquista y los virreinatos, pomposidad a la que me parece que el español de hoy es especialmente susceptible y alérgico (salvo en los nacionalismos regionalistas), se ha asumido no sólo por parte de los más conscientes leyendanegristas sino casi por parte de toda la población española, más y menos instruida, más y menos politizada, las tesis, o más bien las pre-tesis de los revolucionarismos sudamericanos del siglo XX tan queridas y difundidas por los vendedores parisinos de baratijas pro-Che Guevara. Que, tampoco es que sea muy lógico ni vaya de suyo, se tragaron y empezaron a exudar las historiografías antifranquistas de la postguerra mundial hasta prácticamente el fin del siglo: esas historiografías del antifranquismo, esos historiadores del antifranquismo que tenían que evitar la más mínima sospecha de ser concesivos o blandos con la dictadura, y que han dejado muy sembrada la idea de que todo lo peninsular (primero, lo franquista, y esto se identificó con lo español -algo muy franquista, por cierto-) era menor, peor, más bajo, más corto y más débil, desde las carreteras de entonces hasta las autovías de hoy, desde los emplastos de entonces hasta la organización de trasplantes de hoy, desde el Potosí de más entonces todavía hasta el ingreso en planta de La Paz o La Fe de cualquier abuela de Tacna de hoy.

No hay hoy condenas y llantos más densos sobre la presencia española en América que los que derraman los españoles; y, sin embargo, ciertos españoles (ah, que son políticos: se explica entonces) siguen empeñados en que a los españoles hay que instruirles acerca del mal que hizo España allí entonces, o, como dicen algunos argentinos, España hace siempre y en todo momento. En América, esta versión simplista sólo la expresan los que están en estro fecundatorio, o sea políticos con problemas y en mítines, o españoles «emigrados» en calidad de contratados por estos políticos para «arreglales» el país. En España la expresan casi todos, menos unos pocos que, si no son definitivamente ese pequeño grupo de personas que han estudiado bien y mucho, resulta que coincide que son cazurros en general exmiembros de grupos radicales de hinchas futboleros, o hijos con problemas de identidad de madres muy dominantes, o visionarios calificables, en su terapia de paseo a caballo por sembrados almanzorianos.

Una reciente polémica, en absoluto concluida, va creando se diría que dos sistemas solares que se distinguen por su diferente posición acerca de asuntos muy cercanos a estos. De esta polémica entre dos autores, uno más literario y la otra más ensayística, nos ocuparemos muchas veces en el futuro, con toda seguridad. Que no corra la sangre: el mundo de la literatura, del conocimiento y de la historiografía está hecho de polémicas y discusiones, y no hay ni por qué asustarse, ni por qué correr a enfundarse la camiseta de un equipo mientras no se tenga el mismo nivel que los primeros polemistas. Pero me importa porque estos dos autores, queriéndolo o no, y ya diciéndose alguna cosilla gruesa desde el principio, han empezado a arrancar este asunto de «España buena-España mala» de las garras y las fauces de los pervertidos que en general suelen esgrimirlo o, más bien, gritarlo. Quizá han empezado por matices de cierto tema particular, pero inmediatamente  se han desparramado y pronto han llegado a arrojarse el mal o el bien connaturales a lo español a la cabeza. Bueno, da gusto cómo lo hacen: argumentan.

Creo que lo han empezado a sacar de la rutina.

Y a lo mejor, con un poco de suerte, uno de los efectos secundarios de estas discusiones será que España deje la retórica solidarista y pauperista de «hermandad con los pueblos americanos de habla hispana» en la que parece que a tantos les gusta quedarse atascados como un coche utilitario en el barro, y la deje tan atrás como casi siempre parece que atrás se ha quedado aquella cosa de «la tradicional amistad hispano-árabe». Se comprende cuando algún autor sigue afirmando que «España y América son una misma cosa», pero a nosotros nos parece  que esa afirmación no es acertada y, más aún, nos parece que quizá a España le vendría terapéuticamente bien pasarse algunas décadas concentrada en su lugar y su función europeos: porque a menudo esa que llaman «la vocación americana de España» sólo trae quebrantos, y a lo mejor es ya el momento de centrarse en el futuro.