01 Jun La hospitalidad
La hospitalidad
Miguel del Rincón
¿Habéis entrado alguna vez en la provincia de Almería por la A7 desde el norte? Tiene algo que me recuerda, me perdonéis la frivolidad, a ese túnel que se atraviesa hacia Dibúliwood en la película ¿Quién engañó a Roger Rabbit?: de pronto estás en otro mundo, suena otra música, y todo ha cambiado a tu alrededor. Nada malo que decir de la Murcia que abandonas, por supuesto, y menos de esa parte sur de Lorca y Puerto Lumbreras, en las que las gentes están entregadas al albaricoque y al tomate y se fajan cada día con un suelo que ya lo quisieran los jugadores de hockey sobre hielo por lo duro, pero en caliente. Y menudo paisaje de labor y fertilidad han conseguido. Pero entrar desde ahí a la provincia de Almería es otra cosa: súbitamente, esas montañas que parecían lejanas ahora te rodean. Habrá momentos, inmediatamente, y no digamos más adelante si te adentras en la provincia, en que si no fuera por el color del suelo podrías creerte en Guipúzcoa, serpenteando en desfiladeros bajo pendientes a menudo casi verticales aunque todas ellas llenas de vegetación. Al moverte por la provincia de Almería con el sol de frente descubres sin duda el significado de la palabra «limpio».
Recuerdo que era una de las frases-fuerza de la película Lawrence de Arabia: «¿Qué te gusta del desierto? Que está limpio». Eso se vive netamente en Almería desde que te acercas a Huércal-Overa, la primera gran población que te recibe con la tranquilidad y la parquedad que es habitual en la región: nada de aparatosos saludos ni rechazos, ni mucho menos hostilidad, ni exageraciones como hacerte de su familia aunque no quieras. Eso es algo extendido por toda la provincia: la vida en público se desarrolla en unos desconocidos términos de algo así como un andalucismo senequista aderezado con una simpatía muy levantina. Te tratan, como forastero, con una especie de mezcla de sobrio acogimiento contrario al tópico andaluz del jolgorio y al mismo tiempo con un ven aquí propio no ya de los tópicos sino de la realidad que cualquier viajero puede vivir en Elche, en Denia, en Cartagena.
Esa Almería levantina es probablemente uno de los territorios de la península donde uno puede encontrarse más cerca de experimentar físicamente lo que a menudo se imagina como mundo en paz. Nos resistimos a dejar que resuenen en nuestra impresión los recuerdos de tantas películas rodadas aquí o a lo mejor que no se rodaron aquí pero que lo parecen; qué sé yo: el famosísimo final de El planeta de los simios, con Taylor y Nova a caballo por la orilla de una playa perfecta, vacía, frente al sol, se podría haber rodado exactamente igual en cualquiera de los kilómetros y kilómetros de las playas de Vera, de Villaricos a Garrucha, muchos tramos de Mojácar, y no digamos por el Pirulico, o el Algarrobico, camino de Carboneras. Mucho de ese Lawrence de Arabia se rodó por aquí, e Indiana Jones, y cientos de westerns, ya se sabe. Pero lo importante son las gentes y los olores.
Todo ese levante almeriense es, en cuanto te pones de espaldas al mar, un lugar tan duro tan duro que cuesta imaginar cómo se asentaron ahí los primeros. Es cierto que los climas, y sobre todo lo microclimas, han cambiado mucho más de lo que se creía hace no mucho tiempo; y quizá hace sólo mil, o mil quinientos años, aquello era más «valenciano» de lo que hoy parece (no llegaremos a decir que era cántabro). Pudiera ser, aunque la historia conocida no da muchas facilidades para pensarlo. Un suelo duro, duro, de pizarra y pedrusco, que en cuanto te alejas de las vías principales y lo caminas a pie te recuerda al suelo volcánico, con ese pisar como de almendras garrapiñadas, pero con arbustitos duros como el acero, espinados como el tojo, casi siempre entre el color morado y el gris. Ahí, en cuanto alguien ha conseguido algo de agua dulce, se puede ver que se ha construido un vergel. Algo debe de haber ahí, porque en cuanto hay un pozo (de esos de excavación larga) hay verde alrededor, y a menudo extendiéndose cada año más y más lejos de la casa inicial. Tiene uno los suficientes años como para haber visto el crecimiento tanto de los árboles que eran antes arbolitos como de las hectáreas que al principio eran apenas un jardincito, y el asombro se renueva a cada visita, porque eso nunca ha parado de crecer.
¿Qué héroes del estilo de esos solitarios irlandeses de casa única en un valle de veinte kilómetros habitan en esa Almería que son capaces de edificar su vivienda en aquel alto, rodeados de todos los soles y los vientos y las piedras, de acceso reservado a escaladores o en caso de no serlo a vehículos montañeros, y ponerse a conseguir higueras y tomateras a ese suelo que de tan pizarroso a menudo parece mojado, pero es sólo el reflejo del sol en esas rocas pulidas? Hay decenas. Y uno debe pararse unos segundos a mirar cada una de estas casas allí lejos, en lo alto, porque se lo merecen. Algunas están junto a las carreteras, y por eso se puede llegar a conocer su vida. Pozo, emparrado, huertito con tutores, semillero, siempre higueras con su olor y su sombra.
Si son pueblos o ciudades son limpios, más todavía que el desierto. Cuando llegas en avión, que alguna vez hay que hacerlo, te impresiona lo aislado o empujado que parece todo en la franja de la orilla. Se aprecia así mucho más el enorme territorio asolado, quebrado y difícil, casi inhabitable, y cómo casi todas las gentes se han apiñado en grupos en la costa.
La belleza de ese que llaman desierto de Almería no es para todo el mundo, por lo visto. Uno, que es más bien cántabro, tuvo que olerlo mucho hasta que un día olió la luz; y eso no se puede transmitir: lo más que se puede hacer es invitar a otros a que se expongan a ello y lo alcancen por su cuenta. Curiosamente, me recuerda a lo que sucede con lo que casi se podría considerar su opuesto: la belleza del verano lluvioso cantábrico. Cuántas veces habremos oído a turistas nuevos en el Cantábrico renegar de su viaje por un poco de lluvia, incluso con esa lluvia con la que las playas siguen llenas de bañistas, simplemente porque en su universo de secano, por ejemplo, eso de la lluvia es peligroso. Algo parecido con el desierto: si ya has decidido, o te han decidido en la educación, que sólo los árboles o los pastos son placenteros, poco se podrá hacer para el disfrute de esta paz desértica y casi de planeta nuevo. No vayas a Almería buscando refresco ni bullicio: hará calor, habrá mucho silencio, rara vez habrá insectos, ni humos, ni niebla, ni… lluvia. Pero es que quién ha dicho que sólo se puede disfrutar de un lado del catálogo.
Además hay mar. Cómo podría ser el mar en el que entra Almería sino de cerámica de azules vidriados. Creo que todos de niños fantaseamos con entrar en ese mundo irreal y concentrado del pisapapeles de cristal con esas capas de colores transparentes, y bucear. Eso es el mar de Almería. A veces te parece que va a ser imposible sumergirte en él de lo perfectamente organizados que tiene sus colores y sus profundidades; pero entras, y todo el mundo se sorprende porque no está caliente como el de más al norte levantino, ni frío como el atlántico. Y hay una cosa que por inverosímil que parezca hay que decir una y otra vez: en décadas y décadas de natación y buceo, hay algo que sólo me ha sucedido en Almería, exactamente en la playa llamada de los muertos: me he sentado en el fondo con mis gafas y mi snorkel, apenas a metro y medio de profundidad, y los peces han venido a verme y a reconocerme tocando mi cara y mis brazos, rodeándome, tanteando mis manos, y casi dejándose tocar por mí, hasta que me han clasificado, supongo, se han aburrido y se han ido. No una vez ni dos, sino siempre que he entrado en su mundo. Toda la costa almeriense es parque natural, y creo que eso tiene que ver. No sé si los peces aprenden mucho o poco, pero se diría que saben que las personas no los van a pescar.
Sin embargo, ¡vaya si se come pescado en Almería! Pero pescado de las lejanías del mar de Alborán o de Mediterráneo adentro. Tampoco he mencionado todavía, o sólo un poco, que los levantinos almerienses son tranquilos y hospitalarios. Parece que siempre están sonriendo cuando te acercas a ellos; pero, si los miras de lejos, son serios y no gesticulan. No son amigos de los gritos ni de las zambras, y eso a algunos no les gusta, pero si hablamos de esa paz… los almerienses son tus compañeros.
La cosa no acaba aquí: toda Almería huele a canela suave y a orégano.