Los de Madrid

Los de Madrid

Miguel del Rincón

 

No hace falta ser de Madrid para percibir que no es muy rentable ser de Madrid, contra lo que dice la rutina. Así como hay quien ha pretendido (y conseguido) que pitar un penalty a cierto equipo de fútbol sea considerado una agresión a no se sabe si solo los gobernantes de la comunidad autónoma donde ese equipo tiene su, digamos, razón social, o quizá también una agresión a su Administración al completo o puede que, incluso, a toda su población presente, y hasta pasada y futura, y desde luego a su Historia (si ese equipo llegó a ser «más que un club», eso sucedió mientras, aparentemente, la región iba experimentando una mengua que la reducía progresivamente a ser «solo ese club»), así hay también quien pretende que las oficinas o despachos o ministerios situados en una ciudad coinciden con esa ciudad, es decir, con los habitantes de esa ciudad, es decir, con las personas que viven y trabajan no ya en esa ciudad sino incluso en la comunidad autónoma que la alberga, que tiene la desgracia de llamarse igual que esa ciudad.

Y estamos hablando, por supuesto, de la antonomasia «Madrid». Si no llega a ser Madrid, si esto viniera sucediendo desde hace décadas con otra u otras ciudades, se habría prohibido y penado según varias figuras jurídicas, por ejemplo «delito de odio». Pero es Madrid: la única ciudad y la única comunidad autónoma de España, y los únicos habitantes, que pueden ser sistemática, continua, tenaz y falazmente insultados con total impunidad, es decir, sin que salga a continuación un comando político-periodístico a exigir desagravios (siempre monetarios) entre toques de dulzaina o cobla o latas de anchoas o botellas de anís o faldones tradicionales o 22.000 aficionados al fútbol que van y vienen de Turín, ciudad ya cerrada por la epidemia, y que hace una excepción para ese caso, 22.000 que son inmediatamente olvidados no ya por ese Suso de Toro (?), sino hasta por su extraño presidente autonómico, que por supuesto y para taparse se apresura a echar la culpa de la epidemia en España a… «los de Madrid». Y aquí no pasa nada.

Si Moncloa está en Madrid, o si el Ministerio de Tuercas y Goma Arábiga está en Madrid, parece que eso fuerza a que al mencionarlos, por economía, se recurra a la antonomasia «Madrid»: «¿Y «Madrid» qué dice? ¿Podemos importar más tuercas este trimestre?» Intensos años de basura retórica alrededor de términos como «Madril» y «Madrit» han conseguido que el interlocutor se imagine automáticamente a los ciudadanos de Madrid manifestándose masivamente en contra de que se amplíe la licencia de importación de tuercas del otro. Así que, en consecuencia, no se puede evitar: «Hay que ver, qué mala sombra, los madrileños». «Madrid dice que…»; «Madrid prohíbe que…»

Ya lo dijo un profesor de la enseñanza pública, recién ascendido, digamos, de primaria a secundaria, de un pueblo de Salamanca: «Es que con las condiciones que nos ponen los madrileños a los que queremos abrir un negocio, no nos queda más remedio que hacernos funcionarios» (a propósito: ¿no era uno de los inevitables y más graves pecados de los madrileños eso de ser funcionarios? ¿250.000 en total, municipales, autonómicos y estatales sumados, médicos y maestros y profesores incluidos, de un total de 7 millones?) Más adelante se comprendía mejor ese lamento: ellos (en Salamanca, y todos los demás del resto de España) pagaban a los madrileños con sus impuestos la luz, el agua, el gas, las aceras, el asfalto, los camiones de la basura y por supuesto los sueldos. Si no, a qué iban a pagar ellos tanto impuesto, adónde iba a ir, si no, ese dinero.

«Los de Madrid». Dolorosamente, hasta  los madrileños desplazados por razón de trabajo o cosa similar acaban diciendo la frase, y lo puedo asegurar porque escribo desde la periferia peninsular: a ver cuándo los de Madrid dejáis de pensar que Madrid es toda España; a ver cuándo los de Madrid dejáis de aprovecharos del dinero que nos robáis a los demás; a ver cuándo los de Madrid dejáis de votar a (en la actualidad, la diana fácil es Díaz Ayuso, pero da igual que sea Carmena o Errejón o quien sea, de cualquier nivel local o autonómico) y dejáis de darnos por saco. Sí, está muy extendida la noción de que «los de Madrid» votan sus cosas para dar por saco a los demás. Un genio tuvo que ser el primero que sembró la ideíta.

La antonomasia: «Madrid», «Los de Madrid». La tragedia es que, si uno viaja a Madrid, ve inmediatamente que en los niveles meramente alfabetizados por encima del zopenco más obtuso nadie habla así de ciudad alguna, ni mucho menos de las personas de otras regiones, salvo en clave de chiste tópico regional (sí, se hacen chistes sobre todo, y si a alguno le jode, que se joda, que para eso está en Europa, donde hay libertad de chiste). Pero no hace falta descender a la más obtusa zopenquez para oír (o «escuchar») esas idioteces antonomásicas entre los habitantes del no-Madrid (quizá haya que contentar a los amigos de la polarización usando esa denominación). De nada sirve repetir que ese Madrid son siete millones de ciudadanos que luchan por pagar la hipoteca y el material escolar de sus hijos y reparar la nevera o llevarse a Moratalaz al abuelo desde la Terra Alta, que se ha quedado muy solo… Personas que no tienen gaitas ni tamboriles ni virgencitas bajo cuyas faldas acogerse a sagrado alguno cuando las insultan de ladronas o rateras o estafadoras o aprovechadas o de bestias infrahumanas con ADN corrupto, o de represoras o, claro, franquistas, antidemocráticas y fascistas, los ganadores de la Guerra Civil, nada menos.

Una rutina y unos rutinarios, esos zopencos, que desde este momento quedan condenados a recibir nuestro desprecio.