Me apunto a lo de Hobbes y Spinoza

Me apunto a lo de Hobbes y Spinoza

Miguel del Rincón

 

Nuestras compañeras Micaela Esgueva e Isabel del Val nos han ofrecido en los dos últimos números un curioso diálogo que, seguro que no por casualidad, se sitúa en el escenario de los conceptos fundamentales de nuestras sociedades. Conceptos, además, en la actualidad, muy problemáticos o por lo menos problematizados. Así que como, por eso mismo, suelen ser ideas y palabras muy en los altavoces cotidianos, y a menudo deshilachadas en el pasapuré de la rutina mental, vamos a atrevernos a comentar esos comentarios, o por lo menos a exponer algunas cosas que nos han sugerido.

Me parece sumamente interesante una breve acotación que hace Micaela en su segunda entrega: Hobbes da suelo a los argumentos en favor de un Estado todopoderoso, y desde luego está en esa autopista que desde Platón lleva a las áreas de servicio de las monarquías absolutas (escribía para uno que aspiraba a una, y luego la ejerció) y a continuación a los totalitarismos finalmente decantados y depurados en los del siglo XX, iguales en prácticamente todo por más que sus contemporáneos, como es natural, se encontraran algo cegados por las minucias de las diferencias de los programas económicos (que luego no eran tantas) de los fascismos y los comunismos. Esto lo trataremos por extenso en otro momento, porque ya veo en vuestra primera reacción que tiene su miga. En fin, «todo el poder, todo, pero todo todo, para el Estado» es una frase que sin mucha torsión se puede decir que resume o comprime esa idea hobbesiana que no voy a desarrollar mejor que Micaela. La verdad es que en este momento, pensando en ese Hobbes y sus primeros seguidores, pero más todavía en los más famosos del siglo XX, a uno se le ocurre pasar directamente, sin esfuerzo alguno, a ese «Libertad, ¿para qué?», que en todo caso tampoco está lejos de la literalidad del inglés, porque en múltiples párrafos achaca a la libertad de la persona prácticamente todos los males pasados y futuros del planeta.

Pero voy más bien a una especie de bifurcación que Micaela ya anuncia pero, pudorosa, deja sin iluminar: haríamos mal en achacar todos los males del gobierno fuerte, o demasiado fuerte, o incluso de los totalitarismos a la adoración por esa fórmula, aquí parafraseada, de Hobbes. Principalmente porque adorar, lo que se dice adorar, ese «todo el poder para el Estado», quizá con matices, los que más lo adoran son los Estados democráticos de la actualidad. En los cuales, si lo recuerdas, lector, no deja de decirse que «el monopolio de la fuerza» es del Estado, muy a menudo con esa frase misma y también con paráfrasis.

Esto merece ser bien revuelto en la probeta con las cosas de Spinoza. Este tiene muy claro que la estabilidad y la eficacia del Estado necesitan la libertad de los ciudadanos. Diríamos que las democracias modernas se apoyan más bien en esto que en Hobbes. Pero se apoyan por supuesto también en la monopolización de la fuerza: aquí sólo hay un ejército, unas fuerzas del orden público, unos tribunales penales y civiles, que son los míos. Y si no es así, esto es un desmadre, señores.

De tan claro que parece en algunos momentos, me parece que eso nos impide ver un par de graciosas paradojas que están tan naturalizadas que cuesta caer en ellas.

Una es que de las ideas de Hobbes echan a volar, desde luego, los totalitarismos que ya ni hace falta mencionar. Pero también hay democracias que no sólo en el aspecto que acabamos de comentar, sino en otros y mucho más amplios, y hasta psicológicos, parecen amarradas a ideas hobbesianas inextirpables a estas alturas. Estamos hablando concretamente de la democracia norteamericana y algunas otras que la imitan, que canta con iguales tonos a la libertad y a la lucha despiadada entre los hombres. Y esto llega a hacerse materia del modo más grosero concebible, con la famosa segunda enmienda de la constitución norteamericana, y sobre todo con su aplicación práctica y su reivindicación cotidiana, que llega al extremo de haber esculpido una fórmula que más o menos dice «nuestra libertad como individuos se basa en nuestra capacidad para enfrentarnos unos a otros, y si hay que llegar a las armas pues se llega». Hay, ya lo sabemos, una especie de extraña amalgama o mortero compuesto de cosas hobbesianas y las que la peor divulgación, pero universalmente extendida, cree que son cosas darwinianas, la mayoría por cierto erróneas. La supervivencia «del más fuerte», «del que más lo merece», y gilipolleces parecidas, no es más que verborrea justificatoria de las fechorías del matón del colegio elevado a escala municipal, o estatal, y encima con rifles de asalto y Berettas; qué puede salir mal.

De modo que tirarse el rollo hobbesiano, no importa si sabiendo o no que es hobbesiano, y abundar en su idea de que si sueltas a los hombres la correa estos se dedicarán a matarse unos a otros, tiene a menudo como consecuencia que, en efecto, se maten unos a otros: pero no porque sí, o solamente por eso, sino porque eso se intenta hacer cuadrar en el círculo de una libertad individual que Hobbes no contempla ni beodo que se conceda al ciudadano. Así que cuidado con mezclar licores. Y anda que no tiene esto mucho más hilo del que tirar.

Otra paradoja que nos salta a la vista desde los comentarios de Micaela y de Isabel es que quizá las sociedades más spinozianas en cuanto a la libertad con la que viven sus ciudadanos (supongamos, por resumir, que las democracias europeas y sus similares) son las que se han dotado de unos estados monopolizadores de la fuerza con más intensidad que cualquier otro. Sin armas entre la ciudadanía, y por tanto sin patrullas ciudadanas ni cosas similares, tanto su defensa exterior y conjunta como su orden público interno están entregados a manos profesionales y con exclusiva propiedad estatal, o del poder público del que en cada caso se trate (municipal, etc.). Es decir, en cierto modo los Estados más hobbesianos en cuanto al poder acumulado son a un tiempo los más spinozianos en cuanto a la paz conseguida por la libertad.

Apuntemos, por iluminar el contraste, que la democracia a la estadounidense vive en permanente tensión y desconfianza hacia sus poderes públicos, aceptados por muchos sólo a regañadientes, y a menudo puestos en cuestión a la mínima excusa (por ejemplo, ese uso de armas: quién es el gobernador del Estado para negarme a mí mi derecho de usarlas «para defenderme»; o quién es el Senado para decir que el que yo quiero que sea presidente no puede ser presidente). Es decir, se trata de esa mayonesa cortada de Hobbes y Darwin, más «el mercado solo todo lo corregirá» que da, en definitiva, una sociedad de institucionalización problemática, como sus mismos politólogos empiezan ya a formular en sus obras más recientes.

Y en el otro lado del océano, el nuestro, a base de spinozismo, el cepo en el que nuestras democracias parecen tener un pie pillado sin remedio de momento es el de esa libertad de ojos dulces, que nadie parece saber cómo dosificar o regular o conceder discriminadamente, de modo que la disfrutan incluso los que quieren acabar con la misma democracia. Algo habrá que hacer.

(Hay más paradojas; por mencionar una nimia, en las democracias europeas de ahora mismo se conceden a sí mismos la facultad y hasta las racionalizaciones para emplear la violencia contra otros ciudadanos y contra el Estado esos mismos grupos que, de inspiración hobbesiana, pretenden construir un Estado total, dueño de todo, empresario de todo, regulador de todo. Se les podría preguntar ¿en qué quedamos? ¿La violencia para el Estado o para los ciudadanos? ¿O desde cuándo para el Estado, desde que lo ocupéis? Pero no merece la pena.)