Mochilas, conciencia

Mochilas, conciencia

Miguel del Rincón

Ya en los años sesenta se decía aquello de que «la universidad y la sociedad no conectan»; y probablemente se decía antes, pero eso no lo vimos ni lo  oímos. Se ha repetido hasta la saciedad, y casi siempre haciendo referencia a las peculiares habilidades profesionales que las empresas necesitan, o las necesidades más abstractas, quizá, de la sociedad considerada más en conjunto, y los conocimientos que la universidad proporcionaba, o proporciona. De ahí los numerosos intentos de establecer fundaciones y negociados de relación entre empresas y universidad y cosas parecidas: os contamos qué necesitamos, y vosotros los de la universidad preparáis al personal así a nuestro gusto.

Es visible a la primera que eso tiene una pequeña parte razonable, porque no puedes seguir preparando a los físicos con sólo un ordenador en la facultad, como nos pasaba en los setenta, ni a los ingenieros navales como carpinteros de ribera en la era de la propulsión nuclear, ni a los historiadores o filólogos en menéndezpidalismo;  pero también se ve, si se mira, que la universidad tampoco puede ponerse a disposición de las empresas de telefonía, o constructoras, o fabricantes de cámaras de gas, tanto como estas se lo exijan, porque hay conocimientos y disciplinas (dejémoslo en sólo estas dos palabras por abreviar, pero aquí está el meollo: serían como cien) absolutamente necesarios para que la sociedad siga siendo sociedad (y no digamos si es democrática) pero que no tienen expresión en puesto de trabajo formal de esos que las empresas denominan en general pomposamente o con apariencia tecnogaláctica. 

Lo que no se ha discutido ni demasiado ni quizá casi nada es si, de entre los trabajos para los que prepara o no prepara la universidad está el de la política.

Y ahí se ha producido la luxación con fractura. Ha sido «la propia universidad» la que ha decidido que sí, que los políticos se estaban equivocando, que estaban faltos de ilustración (perdón: «de lecturas» como acusó con arrogancia satánica Peces-Barba a Ruiz Gallardón), de «conciencia correcta» (sic, cfr. Marx-Engels, nada menos) y hasta de falta de mochilas.

Sí, mochilas. Una cosa tan gilipollas como esa. ¿Ya hemos olvidado que la irrupción de los de Políticas de la Complutense en el Congreso de los Diputados tuvo, entre otros adornos y festejos verbales, aquello de «A partir de ahora se van a ver más mochilas y menos carteras en el hemiciclo»? Hasta dónde podría llegar la broma si ciframos la renovación de la política española en semejante estupidez adolescente. ¿Esa estética de insti era el criterio del que salía la convicción de que había que acabar con el bipartidismo y emprender una campaña de leyes de progreso y etcétera etcétera? Ya vimos, como si esa fuera, y no otra, la revolución, que al llegar al hemiciclo ese lo primero que hacían era colgar sus abrigotes de estudiantes en el respaldo de los sillones, en plan muy concienciado y muy testimonial. Y todos con mochilas, es verdad.

Y, a partir de ahí, todo lo demás, por memo que pudiera parecer, ha sido sólo consecuencia lógica. 

Incluyendo el susto ante el trabajo: sí, las comisiones legislativas son un coñazo así de gordo: pero, como decía hasta Rubalcaba, «aburrido, pero pagado». No digamos ya el espanto ante el segundo día de ministerio y de vicepresidencia (?) de gobierno: ¿pero esto no era hacer decretos contra la propiedad privada, contra el hambre, contra la pobreza y contra los accidentes de tráfico? ¿Qué tedio de política de mierda es esta en la que no eliminamos el problema de la vivienda con un simple decreto de cuatro líneas? ¿Entonces va a resultar que todos esos a los que desde mis asambleas de la facu he estado insultando de diablos por ser del gobierno y aun así no acabar con las precariedades de la gente no han sido tan diablos, sino que es que la cosa era y es algo más compleja de lo que los de las facus venimos gritando en las manis?

Algo abochornante si no hubiera tras ellos tantas personas bienintencionadas que vieron que lo que prometían iba a ser cumplido. ¿Es posible pensar que algunos de los que prometieron no supieran que se estaban tirando el rollo? Sí, es posible pensar que, en ese grupo de pioneros a muchos les pilló en el momento de jugar a destroyers porque todavía podían, contando con redes de seguridad familiares, por ejemplo; y si el juego salía mal, pues fundarían otro partidito local, menos avergonzado de parecer pijo, y probablemente eso daría una salida. Pero con toda seguridad hubo ahí dos clases de promotores: los alunados de narcisismo y épica que simplemente no dan tiempo a sus cerebros a mirar a otras realidades que a ellos mismos, ni a sus oídos más que para escucharse hablar a ellos mismos, por un lado. Por otro, los verdaderamente conscientes, los de «conciencia correcta», menos mimados infantiles que los anteriores, menos ególatras anales, pero tocados por cierto sesgo cruel, no menos jugando a destroyer que los jovencitos que ya se fueron, pero ellos más mayorcitos: habiendo meditado mucho acerca de que en el fondo eso de tener escrúpulos hacia el fusilamiento de los disidentes sólo es algo burgués (y toda esa jerigonza de psicópata tan asentada ya en figuras históricas).

A propósito de «conciencia», muy inmediatamente después de aquellas elecciones madrileñas de hace como un par de meses, el líder de los antiescrúpulos burgueses lanzó una vez más la muestra de plumas pavorrealescas de su conexión con la sociedad. Si hasta Manuela Carmena justo el día anterior acababa de exponer que en su opinión Pablo Iglesias había fracasado porque había enfocado su campaña electoral «contra un problema que no es real, que no existe en España hoy, el fascismo», ¿de qué profundas simas de oscuridad saca el lidercito universitario lo que dijo prácticamente en contestación?: «Qué hacemos con los gilipollas que cobran 900 euros y han votado a Ayuso», para añadir a continuación: «Tienen una conciencia equivocada«. No le cabía en la cabeza a este tipo que a lo mejor esos que cobran 900 euros lo que habían sabido ver es que quizá su situación no iba precisamente a mejorar si ganaban los suyos: ¿por qué iba a mejorar? ¿Por qué aceptar eso hubiera sido «conciencia correcta» y no aceptarlo era «conciencia equivocada»? ¿Tan apegados estamos a las anticuadas expresiones de los libros-tótem?

Aparte de lo que desde el punto de vista de la calidad personal pudiera comentarse del hecho de que uno que aspira a líder político hable así de la gente real, la de verdad (no esa cosa que contemplan en sus rollos de la facu), y que recuerda tanto a aquel -no por casualidad- anguitiano «El pueblo se ha equivocado», nos quedamos con la tarea, que suma y sigue desde luego, de encontrar cómo coño nos podemos deshacer de semejante tedio engelsiano-libresco, o marxista-epopéyico o como cada uno lo quiera llamar. Qué coñazo, de verdad. Es como si tuviéramos que seguir aguantando los sermones, y sobre todo el lenguaje de los sermones, del cardenal Segura, con sus frasecitas hechas, sus expresiones fósiles, su acrítica.

Apegados, adheridos a sus rutinas intelectuales, que parece ser que iluminaron sus apagadas seseras en cierto momento de su juventud, no saben ver ni oír ni mirar ni escuchar la realidad más que a través de esas frasecillas y de esos tópicos, esas «herramientas de interpretación» divinizadas, como si fueran las únicas, o las indiscutibles.

Como si no hubiera habido en la historia, en la política y en las sociedades hechos, sucesos y fenómenos imposibles de interpretar con ellas.

Qué pesados, qué daño hacen, qué reaccionarios, que rutinarios.