Viviendas, civismo, Copenhague

Viviendas, civismo, Copenhague

Miguel del Rincón

 

Se viene hablando estas semanas, como era de esperar después de los meses anteriores, del asunto okupa y de la cosa de las viviendas, de la escasez o no de estas y de su carestía, y todas esas materias anejas y afines que más o menos desde la Roma republicana salen al combate público cada poco tiempo.

En la actualidad española, por supuesto, ha abierto los nuevos juegos del hambre la legislación que pretende proteger a esos okupas cuando ya lo son; como es inevitable, eso sólo puede dar lugar a absurdos (no vamos a entrar ahora en lo de la cadena absurda, que empieza con aquello de «De dos proposiciones negativas no se deduce nada», que quizá alguno todavía recuerde; sí, Aristóteles). Un absurdo muy bonito ha sido el que se ha dado no sólo en una ocasión sino en unas cuantas: la señora María, inquilina desde hace cincuenta años de una viviendita en el barrio, va al mercado. Está fuera como una hora y, cuando vuelve a su casa, encuentra que ya no puede entrar porque unos okupas se la han eso, okupado, y le bloquean la puerta desde dentro, y están comenzando a reorganizarla. La señora María, desolada, después de toda una vida y toda una familia consumida ahí, llama a la policía, que como mucho le puede aconsejar que se vaya a un albergue porque esos okupas no pueden ser desalojados porque ya dice la constitución que todos tienen derecho a una vivienda. La cantidad de mierda que hay en todo esto es tal que no puede hacerse numeración.

No sé si exactamente para los grupos de okupas de entre 18 y 28 años, pero sí desde luego para otros sectores de la sociedad naturalmente que hay un problema de la vivienda. Tampoco sé si es exactamente el que a algunos grupos de presión le interesa difundir que es: son recientes (y se desvanecen de pronto, zas) los lamentos mayúsculos acerca de esa Cañada Real al este de Madrid que vivió las navidades sin acometida de electricidad: de unos 5.000 habitantes, sólo había 4 contratos «de la luz», y estos sobrecargados de watiaje como si se estuviera suministrando a siderurgias. (Pero no les preguntes a los vecinos de Rivas o de Coslada lo bien que les parece ser contiguos a esos que les puentean esa misma «luz», que se ponen como pumas, porque a menudo la cargan en sus facturas.) Eso sí, varios medios de comunicación y desde luego algunos comandos eclesiásticos tienen ahí su sembrado y no admiten ni conversación sobre él y han conseguido que hasta las gentes razonables en todo lo demás lancen anatemas contra el que se permita recordar siquiera, y sin sacar consecuencias, casos como el de esa madre de dos hijos que tiene concedido un piso ya existente desde hace dos años en el cercano Torrejón de Ardoz, y que lo conoce y lo sabe y lo ha visitado, pero que sigue viviendo en esa Cañada Real porque el piso «no le gusta»  aunque es de nueva construcción y ajustado a los más correctos estándares de habitabilidad (pero el piso sigue vacío a su disposición). Ya está, de golpe: soy un facha capitalista sólo por recordarlo. Pues claro que en esa Cañada Real hay gente que vive de pena y niños expuestos a las ratas y a las pulmonías. ¿Hacer evangelización entre ellos es arreglarlo?

Los problemas de la vivienda, cuando se cronifican, acaban siendo más que de vivienda, y pasan a ser sanitarios, educativos, y de todo lo demás.

Y mientras tanto algunos proponen soluciones de las clásicas, como el castigo a los que llaman «grandes tenedores» de pisos, que tendrían que poner el 30% de sus pisos al servicio de alquileres sociales, y otros proponen cosas parecidas pero no iguales, y algunos incluso expropiaciones forzosas, como las baleares, de las cuales más de la mitad han salido mal, y mil cosas más; se diría que no hay una posibilidad, razonable o loca, que no se haya manejado.

Y seguro que algunos han atendido a la solución danesa, que es original y hasta inesperada, y que habrá que ver en próximos años si funciona, porque en estos primeros en que se está aplicando parece que de momento sí. En los solares destinados a viviendas sociales se construyen edificios de viviendas muy heterogéneos. Es decir, un mismo edificio tiene viviendas que se alquilan a 3.000 euros mensuales, otras a 2.000, otras a 1.500, otras a 1.000 y otras a 600. Por supuesto, las viviendas son desiguales, las más caras tienen mayor extensión, las más baratas menos o menos habitaciones… pero todas comparten unos mismos servicios, unas mismas escaleras y ascensores y limpieza… ¡y barrio, claro! Un urbanista de Copenhague hasta comenzaba a dudar de si, pensando en otra cosa más concreta, como es dar vivienda, estaban acabando sin quererlo con el concepto «clasista» de barrio. Porque antaño, en ese solar, había un edificio todo él de viviendas de clase y precio superior, y en el de al lado más o menos lo mismo, y en conjunto se tenía una zona más o menos homogénea de rentas, consumo y extracción sociocultural. Y ahora eso se estaba diluyendo.

Y ahí está la clave, una clave difícil de formular: la clase media danesa, digamos esa que paga 1.500 o 2.000 euros de alquiler, hasta hace dos o tres generaciones tenía formas de vivir, de salir y entrar, de saludar, de limpiar o de ensuciar las escaleras, de convivir, peculiares de ella misma y que la definían como tal. Más o menos como aquí y como en todas partes. Modales y civismo muy diferentes de los de la clase alta danesa, y de los de la clase inferior. Como en todas las sociedades. Pero eso se ha ido limando con las generaciones de escuela obligatoria, potente y responsable, que ha proporcionado a todos el mismo civismo (que denominamos así provisionalmente por facilitar esta lectura). Y por eso los urbanistas daneses se han extrañado tanto cuando han presentado este proyecto (que es ya una realidad abundante) a forasteros, todos los cuales han preguntado muy pronto: ¿y gentes de tan diferentes niveles conviven bien? Porque parece (sólo parece, pero ya es algo) que se ha conseguido ese civismo general que tan a menudo deseamos todos para nuestras sociedades, y que en realidad es sencillo porque consta de unas pocas y muy claras normas de convivencia. Y necesita que no haya un agente secante cercano que, con tal de no ser acusado de no ser crítico, derriba cualquier proyecto de avance social y cultural verdadero con cualquier adjetivo más o menos de los habituales. Por ejemplo, en Madrid, a la media hora escasa de decretar el gobierno regional el confinamiento de unos barrios, y no de otros, ya había tertulianos gritando en las televisiones que eso era estigmatizar a la clase obrera; eso es uno de esos secantes, entre otras cosas porque luego se ha ido demostrando que estos confinamientos eran la medida necesaria en el combate contra el coronavirus. Eso es un secante. Pues si se consigue permanecer al margen de estos agentes, podrían quizá plantearse estos experimentos que ya están funcionando en algunos lugares; pero ello necesitaría como condición previa ese civismo compartido.

¿Alguno imagina que en la España actual puedan convivir en un mismo edificio gentes de extracciones socioculturales extremas, y además de la media, y de extracciones económicas muy dispares, y ahí no pase nada? A lo mejor habría que probar, y así se demostraría que todo ha fallado (porque fallaría) precisamente por falta de enseñanzas ciudadanas compartidas. Y quizá sería una buena palanca para ir arreglando la enseñanza, ya de paso.