15 Jun Volver siempre a Almería
Volver siempre a Almería
Miguel del Rincón
Será ese olor a canela, o quizá como a café a medio tostar, o será otra causa, pero el caso es que los almerienses están tranquilos y van a lo suyo. Una de las cosas que más impresiona, y que comparten con pocos del resto de España, es que no les importa ser o dejar de ser almerienses, ni se ven obligados a hacer almeriedades, ni tienen dudas acerca de lo que son o no son. Es decir: les gusta lo suyo, cuidan su pueblo y su paisaje, y están orgullosos de lo que hacen, pero no se comparan con nadie ni miran de reojo a nadie queriendo ser más. Eso es un relax que no tiene precio.
Conviene relacionarse con almerienses en la misma Almería con cierta regularidad, como conviene tomar el sol por aquello de la vitamina D y beber líquidos con frecuencia para que los riñones no se averíen. Recupera uno cierta salud mental, intelectual, social, que normalmente tendemos a perder atendiendo a las vidas preocupadas por parecer auténticas, históricas, triunfadoras. Esto es lo que más nos acaba importando cuando acumulamos varios días de terapia almeriense: eso sí que es relacionarse con triunfadores, pero con triunfadores de los de verdad, no de los que pelean por salir en la portada de esta o aquella revista de endomingados con cochazos. Aquí no hay identidad que afirmar a costa de la identidad, porque paran de trabajar para ir a comer con la familia o con los amigos, y al caer el sol toman vino blanco frío en la plaza ya en sombra y se ríen recordando cosas.
Con toda su fama de western y desierto y alacranes, resulta que las gentes de Almería son, a lo mejor, las más marineras de España. No les preocupa serlo, como vengo diciendo, pero un observador cuidadoso acaba percibiendo que casi no hay almeriense que no viva mirando al mar y oliéndolo y en muchos casos trabajando con él. Y que no se mosqueen esas regiones que presumen de que marineras como ellas nadie; a lo mejor sólo sucede que como prácticamente no hay poblaciones en el interior de la provincia, casi el 100% de los habitantes viven en esa franja costera que decíamos que se aprecia tan bien desde el aire. Y al final resulta que, mucho más que los que presumen, no hay un almeriense que no sepa de marinerías, de meteorología, y no digamos de pescas y pescados y de todas esas cosas que saben como desde el nacimiento las gentes que saben del mar. Y eso construye una forma de ser que mira hacia afuera, una personalidad despreocupada de sí misma, atenta a las cosas y a los otros, que a lo mejor es lo que nos parecería bien recomendar como saludable si nos diera por recomendar algo. Y eso se nota al vivir entre ellos: no hay más problemas que los que trae la naturaleza humana desde la fábrica. Nadie inventa cosas para quitarse el aburrimiento o para que sus abuelas o sus tías le concedan sus halagos.
A este que escribe le reconocen inmediatamente como extranjero, no sólo en esta Almería sino casi en cualquier lugar: creo que mi acento me delata. Y sólo hay dos lugares en los que no se han detenido a preguntarme de dónde soy y por qué estoy ahí, y uno de ellos es, por supuesto, Almería. Y sólo en Almería no me han comparado sus pizzerías o sus tecnobares o sus nuevas diversiones con las de otros lugares, especialmente con uno, como hacen en casi todas partes, ni mucho menos me han encomiado la superioridad de lo suyo.
Una vez encontré una sombrita en una pequeña elevación de apenas unos 4 o 5 metros sobre la misma orilla del mar, que se extendía playera varios kilómetros a un lado y a otro. Se trataba de un grupo alargado de arbolitos cuyo nombre, en mi bochornosa urbanidad, no supe ni sé ahora, pero puedo llegar a decir que parecían de la familia de los tamarindos. Alguien los había plantado décadas atrás, quizá, o a lo mejor eran naturales. Los que no eran naturales eran los tres o cuatro bancos que alguien había puesto a su sombra, separados unos pocos metros unos de otros y de cara a las olas. Llevaba yo casi una hora intentando descifrar los colores del agua a mis pies cuando noté que ya desde hacía un rato un hombre mayor se había sentado en un banco cercano. Como son tan corteses, no quise dejar de serlo yo, y le saludé. Él, sonriente, me contestó directamente, señalando al mar y a las playas vacías a nuestro alrededor:
– ¿Ha visto? No es la mejor playa del mundo, pero está bien.
¿Quién se atreve en la actualidad a hablar así? No sé qué balbuceé y antes de dos minutos el hombre se despedía deseándome buena tarde.
El hombre había aniquilado con una frase y una sonrisa todas las rutinas y las tonterías que en ocasiones parece imposible dejar atrás.