Manhunt vs Mindhunter: ahora el FBI se reduce a una sola persona

Manhunt, serie de tv de 7 capítulos en su primera temporada, protagonizada por Sam Worthington y Paul Bettany, dirigida por Greg Yaitanes. (A continuación la serie siguió con una segunda temporada se diría que sin conexión con esta primera salvo por su carácter policiaco relacionado con atentados de masas).

 

Hablaremos sólo de Manhunt, primera temporada (para distinguir la cual algunos la titulan Manhunt: Unabomber), que es la que se puso en el otro lado de la cancha de Mindhunter y, aunque sus productores no tenían ninguna relación, casi como continuándola.

En primer lugar, como nos suele gustar hacer, lo decimos abiertamente: nos parece una magnífica serie, de esas que nos obligan a menudo a utilizar el adjetivo «excelente» cuando vamos calificando parte a parte y departamento a departamento. El lector recuerda que en este comentario venimos directamente del de la quincena pasada, el Veedor que trata de Mindhunter, que también nos ha parecido de primera calidad. Pero ambas son muy diferentes en algunos aspectos: Mindhunter es seca, más «policiaca» en lo que tiene de narración sin excipientes ni adornos ni prácticamente anticlímax: Manhunt se permite, por el contrario, el plano de larga duración, la reflexión un poco en la línea que por fin se atrevió a usar en el cine comercial Terrence Malik y muchos le han copiado, e incluso se tolera a sí misma la elusión de esos elementos mecánicos causales que hasta hace poco eran imprescindibles en una película para poder ser llamada película, eso de «primero el revólver que dispara, y después el tío que cae al suelo con la bala en la barriga»: en Manhunt una oficina es destruida por una explosión, y todo lo que hemos visto antes es que a esa oficina llegaba un paquete, y nada más. Es cierto que esto de la causalidad mecánica quedó atrás hace mucho; pero sigue más que vigente cuando se trata de mostrar acciones muy, precisamente, mecánicas, por ejemplo las que suelen mostrar enfrentamientos o acontecimientos físicos, que sólo obras muy sofisticadas y además en claves estilísticas muy anunciadas desde el principio se permiten variar: un tipo cayendo al suelo con las manos en la barriga sin que hayamos visto el disparo, y sólo después vemos un revólver humeante, eso que fue una de las claves de la revolución del espagueti western; o esa tan bonita de la tapa de los sesos de Lucy Liu cayendo en la nieve, y sólo después vemos a Una Thurman con la katana trémula, después de la acción rebanadora, entre otras. En fin, Manhunt se permite, porque así se ofrece al espectador, no ser una serie de acción (no es que Mindhunter lo sea demasiado, pero sí lo es de acciones policiales) sino más bien de averiguación intelectual, casi un poco como de un Poirot o un Sherlock Holmes, pero sin colocones.

Jim Fitzgerald, agente precisamente del departamento de «perfiladores» del FBI creado en la acción y por los protagonistas de la serie Mindhunter, es destinado al grupito aparte encargado de averiguar la identidad del terrorista que lleva años mandando por correo paquetes-bomba y conocido a esas alturas por el pseudónimo-acrónimo Unabomber. Vemos grandes salas abarrotadas de agentes «perfiladores» papeloteando de acá para allá, hablando mucho por teléfono, corriendo de una mesa a otra. Pero Fitzgerald es dibujado desde el principio como un hombre dado a la reflexión más que al impreso y al estudio  más que al teléfono. Ese tal Unabomber, mientras tanto, no deja de mandar paquetes-bomba, distanciados en el tiempo, y cuidando exquisitamente la variación de remites, las características y la variedad de destinatarios muy como para no ofrecer pistas acerca de sí mismo. En cierto momento publica un manifiesto-tocho, se diría a ojo que de unas doscientas páginas, con el (quizá desde entonces) clásico amasijo de hartura social, milenarismo de supermercado y anticapitalismo capitalista.

Por entonces, los severos jefes de los perfiladores ya se han enfrentado varias veces a Fitzgerald, que ha empezado a ver cosas raras y las ha delatado: nos estamos equivocando, jefes, nosotros y nuestros mil compañeros de aquí al lado. Sí, hombre, le dicen, y tú resulta que eres más listo que nadie, ¿no? Y respondiendo a eso el actor Sam Worthington construye el personaje del agente Fitzgerald.

Mientras tanto, muy lejos de allí, el actor Paul Betanny construye, para nuestro gusto excelentemente, el personaje de Unabomber exactamente al contrario: no respondiendo absolutamente a nada ni a nadie. Vive en su cabañita utópica del bosque, se baña en el río, alguna vez se acerca a la biblioteca del pueblo y enseña matemáticas al hijo de la bibliotecaria, vive de la caza. La historia, como sabemos, es real hasta el detalle, así que no comentamos tanto el guión como la misma realidad cuando expresamos nuestro asombro ante la cantidad de daño que ha producido la épica cutre de pioneros con carencias de la «conquista del oeste», hasta el punto de convertir en tópico ese modelo del cabañero aislado y autosuficiente, aislamiento y autosuficiencia que resultan no ser verdaderamente tales más que en detalles del orden de lo frívolo y lo vendible. Precisamente, la serie insinúa algo de ello al detenerse a mostrar con sumo detalle esos escasos contactos del terrorista cuando va al pueblo cercano. Este Unabomber narcisista (él sí que se cree más listo que nadie, claro) se ha constituido casi en modelo de otros con aspiraciones de gurú que lo han seguido en el tiempo, pero a él que le sigan o le dejen de seguir le da igual, porque ya hace años, y hasta décadas, que esa especie de síndrome de Asperger de la que el tío parte se ha convertido en paranoia propia de autócrata, y Unabomber se siente a sí mismo y se pavonea, aunque remiso, casi como el Único de Stirner. En fin, a base de adoctrinar a la humanidad, por fin mete la pata, porque coincide en el tiempo con ese agente Fitzgerald de gran intuición lingüística, que le pilla estilemas en su prosa en los que nadie ha caído: y deduce y deduce de ellos cómo es quien escribe así, y de dónde sale, y sus influencias literarias, lingüísticas en general, hasta extratextuales (el modo de escribir trabajos universitarios con párrafos numerados fue propio de tales universidades hasta tal fecha, luego no se numeraban) y acaba, ya que estamos en esa sección, haciendo un perfil, sí.

Pero ese perfil resulta que se opone a todo lo que ese grupo especial, ahora de decenas de agentes perfiladores, ha elaborado como perfil de Unabomber durante los cuatro o cinco años de trabajo que llevan sobre el asunto, y que se compendia en dos líneas a máquina: algo así como hombre casado, cuarentón, de profesión mecánico probablemente de aviones. Pero el perfil de Fitzgerald, que confirma y extiende con el manifiesto, es de varios folios (y además va dando en la diana: tío aislado, asocial, universitario, etc.) y por supuesto a sus jefes no les gusta nada; una vez más, ¿te crees más listo que todos los demás?

Ahí es donde ambas series, Mindhunter y Manhunt, confluyen o quizá todo lo contrario, pero nos hacen cavilar: resulta que todo el esfuerzo de los protagonistas de la primera, con los que tanto hemos empatizado, a los pocos años ha llegado a eso: a dos líneas perfectamente equivocadas como perfil de un terrorista que, en efecto, deja más migas que Pulgarcito.

«Lingüística forense», la llaman muy pronto, al principio despectivos, los jefazos del analista Fitzgerald. Qué buena expresión. El caso es que, veinticinco años después nos resulta de lo más normal eso de analizar el idioma de alguien para reconocerlo. ¿Por qué es tan viscosa la realidad administrativa o institucional u oficial para todos los avances? Algo a modo de epílogo, Manhunt nos muestra a Fitzgerald, pasado el tiempo, agotado de pelear, prácticamente fuera del sistema, viviendo casi como vivía Unabomber en plan cabaña y bosque. Sin embargo, algo como esa lingüística forense que prácticamente inventó él contra viento y marea sí que ha quedado como recurso potente y sólido de investigaciones policiales (y por supuesto, porque ya se venía haciendo, arqueológico-literarias), mientras que esos «perfiles psicológicos» policiales, que por cierto se han copiado se diría que hasta infantilmente por las policías de medio mundo, demostraron entonces y siguen demostrando en la actualidad que si suena la flauta, suena como le suena al burro de la fábula.

Como mínimo, tenemos que traer aquí uno de esos moscones conceptuales con los que tanto nos divertimos en esta web: los perfiles, para empezar, incluyen la viga maestra de «este tío tiene antecedentes (o no los tiene)»; de ser eso tan importante como se supondría por su jerarquía en esos protocolos de actuación y evaluación, no habría delitos. Porque da la impresión (en Manhunt no es impresión: lo hacen expresamente) de que hay que descartar como delincuente a aquel que todavía no lo ha sido, de modo que, visiblemente, nadie podría empezar a ser delincuente. Vaya aporía más tonta. Y entre eso, y un buen análisis del idiolecto, ¿con qué preferimos quedarnos?