01 Dic Teoría del boomer- 3
Jacob de Chamber
Y no, no valen remilgos: no todas las generaciones han tenido tanto cambio entre su infancia y su juventud, y entre su juventud y su madurez (y en la actualidad ya entre su madurez y su senectud). Parece que mola mucho y hace quedar como muy sabio lo de suponer siempre que nada es nuevo, lo de luchar por demostrar igualdades históricas; pues no. Los papás y los abuelos de los boomers se dieron a crear una generación en plan boom, precisamente, porque habían sufrido muchas cosas chungas, pero no exactamente la inversión de valores que una y otra vez, repetida y vicevérsicamente, iban a ofrecer a las vidas de sus hijos. Veamos: ateniéndonos al esquema general de fechas de nacimiento, los abuelos de los boomers vivieron la Primera Guerra Mundial, el nacimiento de la radio y la popularización del teléfono, la normalización del automóvil, la normalización aunque no todavía la popularización del transporte aéreo, el nacimiento de las vacaciones pagadas y… el nacimiento del comunismo real y del fascismo no menos real. Los hijos de los abuelos, es decir, los padres de los boomers, nacieron, la mayoría, cuando todo lo anterior ya estaba más o menos consolidado y se daba por descontado, y tuvieron que vivir en directo la Guerra Civil Española (más de niños pero también de jovencitos y hasta reclutados), la Segunda Guerra Mundial, la derrota (oficial) de los fascismos, menos en España, en la que lo que hubo fue la consolidación de ese fascismo extraño religiosoide y pegajoso que hubo, en el que durante décadas se alió la más empalagosa cursilería de sacristía con la más fría y ciega crueldad de comisaría, la popularización del automóvil y la autonomía de desplazamientos, el nacimiento y el inmediato arraigo de la televisión, y una prosperidad (tanto en el extranjero como en España, ojo) con la que siempre se había soñado y que venía como según diseño previo: cuarto de baño en cada vivienda, cocina con gas de cañería o de bombona, desde luego electricidad y los consecuentes y sucesivos electrodomésticos…
Cosas.
Aparatos, máquinas, mecanismos, motores.
Distracciones.
Fijémonos en otra parte del paisaje, esa del fondo de colores menos vivos; no estos primeros términos de prados bien soleados y árboles entusiastas.
¿Qué hubo de verdad, pasados pocos años de digestión, después de las guerras mundiales? ¿Qué hubo después de esos hasta hace poco glorificados años veinte del siglo XX y de esos desdibujados (y en España, además, algo golfo-falangistas) años 40 tras el fin de las guerras, española y mundial? Reacción. Vuelta atrás. Sí, de acuerdo, os dejamos que gritéis un poco al salir al recreo después de tanto horror bélico; pero nos hemos hecho de nuevo con el control de la situación, y ahora en cuanto hayáis bailado un poco vamos a volver a hacer las cosas como siempre tenían que haber sido y nunca tenían que haber dejado de ser. ¿Qué fueron los años treinta del siglo XX sino un delirio de estupidez totalitaria tanto de izquierda como de derecha, que no era más que la perfección y el mejor acabado y pulimentado de los ideales reaccionarios de control y autoridad de cualquier signo, pero control y autoridad, que venían manejándose tras los líos del siglo XIX imparable de revueltas y casas reales puestas en duda?
¿Qué fueron esos comunismos y fascismos más que la agudización de los sueños idiotas de poder centralizado, de masas controladas cuando no idiotizadas o aterrorizadas, que hasta poco antes muchos habían venido acariciando como meros ideales a los que, ay, habría que renunciar porque nunca los verían en la realidad?
Y entonces estallaron las guerras, y esos abuelos, primero, y esos padres, después, de los babyboomers las tuvieron que sufrir en sus carnes, y muchos murieron y algunos sobrevivieron, y entonces vino el alivio inmediatamente posterior y, a continuación de ese alivio, el vamos ahora a organizar las cosas, se acabó de desmadres, mira adónde nos han llevado, que no se vuelva a repetir: y como unos nuevos años treinta de delirios reaccionarios, pero ahora atenuados, paliados y filtrados por las experiencias habidas, es decir, sin lucha armada, sin épicas reales o cutres, se volvieron a organizar las cosas.
Y no se organizaron exactamente para que las gentes bailaran el charlestón (que al final parecía en muchos casos que este baile era el culpable de todo lo que pasó después, desde la Marcha sobre Roma hasta la cosa de la cervecería de Múnich), sino más bien para que no lo bailara. Aquí lo que ha fallado ha sido que se ha desmadrado todo; ahora, orden y concierto. Y en España con un matiz evidentemente más cuartelero, y en Europa y Estados Unidos simplemente mojigato de falda plisada, escote prohibido y familia canónica, todo pareció cambiar… hacia lo que había antes de los desmadres. Aquella oportunidad de haber salido vivos del infierno no fue utilizada por los que podían utilizarla para parir unas sociedades más vivas, más sólidas y más libres, sino para hormigonar unas leyes escritas o no escritas más adustas, más agrias y más… como antes de los desmadres «que dieron lugar a las guerras». Evidentemente, el caso español no puede dejar de atender a los hechos reales y diferenciales que son la personalidad y las causas de los que, en un bando y en el otro, hicieron todo lo posible para que todo el mundo se liara a tiros: al final, se impuso el bando sacristanesco (si bien con ese corto interludio de burdeles en los primeros años cuarenta), bando que muy desde el principio, y desde luego desde antes de la guerra, no quería otra cosa que alargar esas faldas y envarar esos modales. En el caso de los vencedores de la guerra mundial, no está tan claro que fuera algo así lo que quisieran desde el principio, por supuesto; pero lo cierto es que, una vez despejado el mundo (más o menos) de enemigos, y con poder y capacidad para imponer el modo de vivir que les viniera en gana, impusieron el de… principios del siglo XX. El cuerpo pasó de nuevo a ser inexistente, tanto en lo patológico como en lo lúdico, como cuarenta años atrás; el idioma volvió atrás, sometido por severos castigos cuando se pronunciaba o incluso se escribía cualquier palabra de las miles y miles que esos pocos nuevos dictadores de la moral consideraban malsonantes desde cuarenta años atrás. Y en lo colectivo, se celebraba la paz pero como hija, forzosamente, de un quietismo paralizante sin iniciativas de mejora más allá de las técnicas y con pánico fóbico a la algarabía, a los cambios, a modales que no vinieran de los bisabuelos y, desde luego, pánico a la política.
¿Habéis visto grabaciones de conciertos de los años posteriores a las guerras, incluso de los años cincuenta, y os habéis fijado en las vestimentas y en los modales del público? El fenómeno se recoge, parece que sin subrayados y de modo muy automático y natural, hasta en películas dramáticas. Son vestimentas y modales iguales a los que se observan en fotografías de los conciertos de los primeros años del siglo XX. Si por las calles, inevitablemente, las vestimentas cotidianas habían evolucionado algo desde 1900, en celebraciones especiales como esos conciertos de música, y en muchos actos teatrales y similares, el juego consistía en representar lo deseado, lo ideal, lo máximo, lo mejor: lo antiguo.
Hubo mucha perturbación y mucho sufrimiento en las generaciones anteriores a la generación del boom; pero lo que hubo antes y después de esas perturbaciones era demasiado similar como para poder adjudicarle la característica de nuevo, y menos como para hablar de cambio alguno al que hubieran de adaptarse los que vivieron esas épocas. Más bien lo que hubo fue reafirmación, reconsolidación, ratificación y, al final, regodeo de esas personas cansadas en su mismo cansancio: y por eso nació el pop, como estallido de su siguiente generación, que no tenía ese cansancio ni esos miedos sencillamente porque no había vivido esas perturbaciones. Y así fue, con unos u otros estilos, en todos los modos de babyboomers que vamos a ir viendo.
(Continúa)