Una casa en la Alcarria, modelo de reforma para neo-rurales

Ramón Nogués

Conocíamos desde hace tiempo la finca La Dehesa del Encinar, en las cercanías de Almoguera, en Guadalajara. Se trata de una finca agrícola modélicamente explotada y con rotación de cultivos entre la cebada, el trigo, el centeno, el maíz y otros, a los que añadía a veces el melón y el ajo. Y todo entre almendros, la mayoría de los cuales se han sustituido en la actualidad por pistachos. A menudo se le olvida a la gente de ciudad que estas cosas del campo son economía: la verdadera, original y fundamental economía, y que si una explotación no es rentable no hay nada que hacer con ella. Como decía no sé quién hace poco, cultivar dos zanahorios en la maceta de tu terraza es una cosa, y sacar a la luz las zanahorias de un campo de 4 hectáreas es otra.

Fachada sur, con la entrada «noble» al fondo del porche, la que no se usa. Un exterior perfectamente acomodado al racionalismo de los años 60, pero un interior condicionado por la tradición.

 

Aparte de los edificios de trabajo y los graneros, y de una construcción para vivienda de los empleados, que rodeaba el corral en el que llegaron a albergarse hasta 500 ovejas (que parece que ya no existen: antes eran el paisaje natural cuando ibas por la carretera, hoy puede no verse ni una en todo el trayecto entre Ciudad Real y Bilbao), se decidió hace ya sesenta años levantar una vivienda para los dueños y su familia, contigua a las instalaciones anteriores. Se encargó a un arquitecto más o menos afamado de la época, que pareció inspirarse en lo que se llama la arquitectura popular de la zona, y en un momento ya la tenía dibujada, calculada y hasta alzada: ya que había terreno, dibujó un rectángulo, con alguna irregularidad, de 25 x 10 metros. Un pequeño saliente aquí para contadores, un remetido allá para porche, poca cosa. Todo se desarrollaba en una planta, con dos alteraciones: aproximadamente en el centro del lado largo, se levantó una segunda planta de una sola habitación, es decir, de unos 4 x 4 metros, de modo que desde el exterior parecía tratarse de una especie de torreón achaparrado; y a continuación, de unas dimensiones parecidas, una única estancia a modo de sótano, con entrada independiente desde el exterior en rampa, a modo de garaje, que en la práctica fue leñera. El problema de nacimiento que siempre tuvo esa casa fue la tradición regional del muro de carga: de esos 25 metros, alrededor de 15 estaban recorridos por un muro de carga de alrededor de medio metro de grosor (que hubiera aguantado hasta a un rascacielos, pero es que antaño no se economizaba demasiado en estas cosas). Ese muro no era muro de cerramiento, sino que estaba en el centro longitudinal del rectángulo, de modo que prácticamente dividía este en dos mitades iguales a lo largo. Por otras consideraciones y atenciones a la tradición o cosa parecida, la entrada debía ponerse en el centro: de modo que el que llegaba a la casa se encontraba con un muro ante su cara, y un corredor a un lado (el otro lado se aprovechó para poner un despachito, pero con dos puertas, de modo que no dejaba de ser un despacho en el corredor) que tenía que recorrerse entero, y normalmente a oscuras, hasta la cocina, en el extremo, junto a la cual estaba el cuadro de luces. Y entonces pasar por la cocina, en el extremo del rectángulo, y girar 180º para pasar al otro lado del muro, a un comedor, al principio también con su tabique, que se acabó quitando, y al magnífico salón de unos 17 metros de lado, con su chimenea y todas las posibilidades del mundo.

Modelo de pérdida de espacio (quizá es que entonces no importaba). En casas rurales es frecuente NO utilizar la entrada «noble»: la entrada de arriba daba paso a un corredor oscuro de unos 13 metros antes de llegar al cuadro de luces. Y además empezaron a aparecer nietos.

 

Pero era tanto el recorrido que había que hacer, que a todos los visitantes con un poco de visión espacial se les ocurría lo mismo: ¿Y si se pusiera aquí una puerta? Imposible: era muro de carga, claro. Más allá, en el extremo opuesto a la cocina, estaba el complejo de dormitorios, con sus dos baños, y un poco antes la entrada noble de la casa y, siguiendo la tradición regional, un amplísimo hall que en realidad ejercía funciones casi de trastero.

Naturalmente, con el uso y la familia creciendo y creciendo, ese esquema de movimientos por la casa fue sintiéndose mejorable. Pero el muro de carga no había quien lo tocara, por supuesto. Parecía casi imposible discurrir una mejora. Pero a alguien se le ocurrió ir a la casilla cero mental, que era lo que hacía falta, y supo prescindir de hábitos adquiridos.

¿Porque alguien, hace mucho y en otras circunstancias, decidiera que todo el espacio de entrada tenía que ser vacío e inútil, tenía que aceptarse 50 años después? Evidentemente, ahí estaba la clave «manchega» o «alcarreña» de la incomodidad. Eso no era más que la herencia del zaguán, transformada a lo ancho y a lo cerrado y como se quiera, que siempre ha parecido que esas arquitecturas han echado de menos ya en el presente: tras la puerta de entrada, ancho espacio como de utillería, vestuario y limpieza. Pero en el caso de una vivienda, de momento ocasional pero con vocación futura de permanente, no tenía sentido seguir anclados a esa tradición.

La reducción de la cocina, antes excesiva para las medidas y necesidades actuales, pero tradicional y lógica según las necesidades de la cocina antigua regional, terminaba de facilitar la reforma.

Cuesta más de lo que parece quitar una puerta de entrada de su posición central, cuando todo alrededor la tiene ahí. Pero esa fue la clave. Y no aceptar que un corredor vacío tenía que seguir siendo un corredor vacío.

 

A nadie, en la actualidad, le hacía falta sentir que ese muro de carga es un muro de carga. Ahora, con esos dos dormitorios espalda con espalda, y por cierto sin comunicación entre ellos, la idea de barrera y de entorpecimiento que transmitía ese muro nada más entrar en la casa había desaparecido.

Este caso, que puede pensarse que es particular y extravagante, no es más que la realidad de la mayoría de las casas de campo y de pequeñas poblaciones a las que tantos están en la actualidad, porque sí o respondiendo a las reflexiones desatadas durante la pandemia, pensando en desplazarse eventual o permanentemente. Amigos neo-rurales: lo más probable es que os encontréis, en esa deliciosa casita de pueblo que os acabáis de comprar, con obstáculos determinantes de la distribución como este muro de carga. A falta de estudios de estructura y de arquitectos titulados, era perfectamente normal en el pasado que las gentes pensaran en muros y no en columnas para soportar los pesos. Muchos elementos heredados podrán ser desplazados o desviados, como desagües o chimeneas; los muros de carga, evidentemente, no. Pero tampoco tienen por qué obligar a una distribución. Se trata de pensar desde cero, y ver, por ejemplo, un dormitorio donde siempre se había visto un corredor.